RAFAEL RODRIGUEZ-JARABA
Muchos son los males que agobian a la democracia colombiana, que socavan su estabilidad, que lesionan su dignidad y que minan la credibilidad en sus instituciones. La corrupción encabeza la lista, y los estragos que su práctica produce, ensombrecen el camino y desalientan la esperanza.
La corrupción antes que ceder, se acrecienta. Los entuertos en la contratación pública aumentan; las componendas se apoltronan en los despachos públicos; la autoridad se vende; la justicia actúa con pasmosa lentitud; la impunidad prospera, y, todo, ante la mirada tolerante de una sociedad resignada, amistada con el facilismo y la relajación como consecuencia del rotundo fracaso de un sistema educativo, eficiente para informar, mas no para formar.
Es alarmante el aumento de los abusos, las contravenciones y los delitos, y peligrosa la renuencia de muchos ciudadanos a acudir a la justicia por tener serias dudas sobre su eficacia. Esta apatía compromete la sostenibilidad de la sociedad, obstruye la gobernabilidad del estado y aplaza la construcción de la paz. Si bien el país ha estado acostumbrado a la inobservancia de la ley, su distanciamiento de ella, cada día es mayor.
La situación, es grave y exige de una reacción firme y vigorosa por parte del estado. Al presidente Uribe, aun le queda tiempo, y de seguro energía, para emprender una cruzada contundente y sin antecedentes contra la corrupción. Si algo ha hecho por combatirla, su esfuerzo ha sido insuficiente, o al menos, inferior a ella.
Los medios, los gremios, los trabajadores, los estamentos del estado y la nación entera, liderada por el Presidente, mediante una convocatoria amplia e incluyente, deberíamos de concertar y suscribir un “Pacto Social” para detener, o al menos, disminuir la corrupción campeante que nos está envileciendo y pauperizando.
A pesar de que son pocos los delitos que se denuncian, la capacidad del sistema judicial está desbordada, en parte, porque el sistema financiero copa la mitad de ella, y porque son muchos los procesos intencionalmente abandonados.
El Congreso de la República debería desistir de tramitar reformas inútiles, como la financiera, y revivir la institución jurídica de la “Perención”, remedio contra la negligencia procesal, que acabaría con la dilación deliberada de litigios, y con el deprimente hacinamiento de expedientes en los despachos judiciales.
Si la educación formativa es el fundamento de la civilidad, la justicia es el garante de su permanencia. Es utópico pensar en progreso y bienestar sin justicia. Nada más esencial para una sociedad, que universalizar la educación y fortalecer la justicia. Vivificar la democracia supone, una administración de justicia eficiente y eficaz; carente de discriminación; administrada por ciudadanos eméritos, poseedores de virtud, ciencia y sabiduría.
Por complejos que sean los problemas que aquejan al sistema judicial, es imperioso encontrar soluciones que los resuelvan antes que utilizar la inmovilidad como instrumento de apremio para encontrarlas. Nada justifica, que en una nación civilizada se suspenda el servicio público de administrar justicia. Mal procede la rama judicial cuando deja a la nación huérfana de justicia, y peor aun, el Estado, cuando no prospecta oportunamente sus sentidas necesidades.
El gobierno debe sumar a sus empeños la declaratoria de guerra a la corrupción y la ejecución de una denodada política de apoyo a la justicia. Por su parte los educadores profesionales deberían de reflexionar sobre la eficacia de su papel como formadores de ciudadanos de bien.
4/1/10
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